viernes, 23 de julio de 2010

Harriet Schliefer




El calor de verano en la ciudad era inaguantable. Los cerdos esperaban, sus pequeños ojos postrados en los hombres que habían aprendido a temer. Orejas y colas se movían con irritación por el dolor de rasguños, barro pegado a sus cuerpos, y los siempre-presentes insectos. Un animal yacía acostado, hiperventilando, perdido en la agonía de una ataque al corazón. Otro parado, su cabeza atorada firmemente en un portón, quejándose miserablemente perdida. Respirando rápido por el calor, varios individuos estaban parados cerca de estos dos que sufrían, suavemente tocándolos con la nariz para expresar su simpatía. Esperando.


Aparece un hombre, equipado con botas pesadas y un chuzo eléctrico. Los cerdos estaban histéricos del miedo. Sus gritos resonaban en el aire. El hombre pegaba chuzazos para todo lado, pegando piernas, cabezas, espaldas, mientras los animales se subían encima unos de otros, desesperados por escapar.





Una obligada carrera dentro del compartimiento, movimientos violentos para evadir los intentos inmisericordes de la pistola de perno neumática; luego la pérdida de conciencia. Sin remordimiento, uno por uno, los humanos callaron las voces de cada cerdo.

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